Este pajecillo de manos acartonadas y mirada arrobadora fue uno de mis primeros cuadros. No hay técnica. Yo diría que su falta es lo que le confiere sentido. Tenía 16 o 17 años, no lo recuerdo bien, cuando quise apropiarme de la gracia de este cuadro. No lo pensé y me lancé de cabeza a la tarea. Una ilusa en toda regla, claro está. Embobada por su luz, se metió de tal manera en mi que no me cansaba de mirarlo. Aquella pintura, que ocupaba toda una página de un fascículo de Salvat, me salvaba de aburrimientos. También de la angustia y la añoranza. Las llevaba como un hábito permanente en aquellas tardes inacabables de la residencia de la calle General Ezponda. Nuestros padres decidieron que Cáceres, después de las monjas de Trujillo, era lo que tocaba. Fue una etapa difícil. Descolorida y decolorada. Sin embargo, estos fascículos fueron un asidero al que me agarré con todas mis fuerzas. Un revulsivo para mi autoestima. En aquellos días lejanos estaba a la deriva y no lograba encontrarla. Pero sí que encontré el modo de ir haciéndome con ella. De vez en cuando, si había logrado reunir el dinero, me acercaba al kiosko y compraba el fascículo. Tocarlo y olerlo me resarcía de soledades y lágrimas. Pasar sus páginas aminoraba la rabia y la pena.Y fantasear con la idea de pintarlo, me liberaba de todas ellas. Yo creo que ese fue el impulso.
Cada vez que lo miro, me miro. Porque el cuadro soy yo. Y me habla de la habitación de los baúles, en la que yo solita, sin ayuda, comencé a sentir esa pasión. A olerla y a saborearla. Desde entonces está entre los vertices que llenan y explican mi vida.
¿A que lo de las manos acartonadas es lo de menos?
Precioso, Puri. Cómo sabes explicar tus emociones.
ResponderEliminarGracias, Eugenia, aunque parece que no te conozco.
EliminarMe gusta el cuadro. A pesar de las imperfecciones tiene su encanto. Saludos.
ResponderEliminarY a mi también. Es de mis preferidos.
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