Es tiempo de ciruelas.
Y con ellas cobran vida recuerdos, en una estructura cíclica que se repite todos los junios. Su sabor y su olor, en este caso, me transportan a una tarde de mi infancia en donde todo era percibido con un marchamo de autenticidad. Estos recuerdos, además, se presentan asociados a otros, más profundos y tristes. Para exorcizarlos me he atrevido a reescribirlos, en un ejercicio de catarsis particular. Juan Carlos, mi primo del alma, y al que perdí cuando no tocaba, es el protaginista de ellos. Yo, una niña tímida y vergonzosa, encontraba en él un asidero al que poder agarrarme para ir descubriendo la vida. Una vida que se mostraba amable, como aquella tarde de junio. Sin aristas que pudieran herir. Sencilla, de andar por casa.
El fragmento pertenece al capítulo dedicado a junio, de "Retales de la memoria". Como sucedía en aquella época, yo vivía con mi abuela, en la casa enorme de "El Pozo Castro". Una casa en la que cabían, aparte de viejos muebles y espacios ámplios y cerrados, todas mis ilusiones, gestionadas en el cuarto de los baúles, una estancia oscura y fresquita, en donde maduraba y daba forma a ideas que nada tenían de peregrinas. Es el momento de la siesta y escucho voces y ruidos:
"Creyó reconocer una de las voces y entornó un poco más uno de los postigos para cerciorarse de ello. Abrió la ventana. En efecto, una de ellas pertenecía a su primo Juan Carlos. Las otras no supo identificarlas. Desde el episodio del puro no había vuelto a subir al doblao. Solía escaparse de su casa a la hora de la siesta y, casi siempre acababa rondando por la plaza de "El Pozo Castro".Aunque caía un sol pesado sobre ella, arrebujados en una sombra jugaban a los bolindres en uno de los laterales exteriores del jardín. Se estiró todo lo que pudo, pero el muro de piedra, que rodeaba el perímetro, no le permitía ver más. Solo un manojo de pelo negro que se movía de un lado para otro, como si tuviera vida propia. Sí escuchó con nitidez risitas amortiguadas. Así que cerró la ventana y, a continuación, el postigo. Su abuela le tenía prohibido salir a la hora de la siesta y no quería contrariarla.
De regreso al interior oscuro, sintió un ligero golpe en el cristal de la ventana y un susurro apagado. Retrocedíó y se dispuso a abrir de nuevo el postigo. Cuando lo hizo, se topó de golpe con la cara sudada y morena de su primo. Una sonrisa burlona le acompañaba.
-Que me abras...-Lo decía exagerando los gestos. Llevaba unas calzonas muy cortas y un niky de rayas. El sol del verano le había dado a la piel un tono, cetrino, casi negro. Pero sus grandes ojos negros brillaban sobre un fondo blanquísimo, como sus dientes. Los enseñaba, junto con una sonrisa.
Después de unos momentos de duda, decidió abrir. Había en su primo algo que le hacía diferente de los demás niños. Una sensación agradable, como una corriente de aire fresquito, parecida a un calambre, la envolvía cuando estaba junto a él. La notaba cada vez que salían en busca de cosas nuevas.
-Que si te vienes conmigo.-Le invitó, nada más abrir la puerta al calor de la tarde.
-Es que abuela no me deja...Está dormía y yo estoy jugando aquí. -le contestó, incapaz de tomar decisiones por ella misma.
-Si no te va a pasar ná...Es solo un rato.-Juan carlos permanecía en el quicio. El fresco del interior salía al calor del patío y él lo recibía con una expresión de agrado. Las chicharras cantaban. Una tranquilidad cargada de calor invadía la casa. Las flores marchitas.
-Espera...-le dijo, sin fuerzas para llevarle la contraria. Quería cerciorarse de que su abuela no les había oído, así que se introdujo en el interior. Pasados unos instantes, salió y entornó la puerta tras de sí.
-¿Y adondé vamos?...-le preguntó, nada más franquear la puertecilla de hierro del jardín.
-A coger unas cuantas ciruelas, he visto que las hay en un huerto de aquí cerca.
Esa fruta le gustaba mucho. Era el tiempo, así que no le importó haber desobedecido a su abuela, pensando en su pulpa jugosa y azucarada.
Pasaron delante de la escuela de los niños y enfilaron una calle que les conduciría a las afueras. En una de sus casas, vivía la familia gitana del pueblo. A pesar de leyendas y habladurías no le daban miedo. Es más, se sentía atraída por ellos. Formaban parte desde hacía mucho de su entramado. Ya estaban acostumbrados a tío José, el patriarca, a la Encarna, su mujer, con el inmenso cesto al cuadril, y a toda su prole. Cuando estuvieron a la altura de la casa, vieron a tío José. Estaba sentado a la entrada. No le importaba el calor, al que, desde generaciones, los de su raza le habían plantado cara. Con el sombrero ladeado, los vio pasar. Tenía un garrote en medio de las piernas, sujeto por ambas manos a la altura de la barbilla. Un perrillo flaco dormitaba a sus pies. Al acercarse, aflojó la postura para señalar a su primo con el bastón:
-Ande vas, vichejo, qu´ace mucha calorina pa andar porai como los gatos...
-Buenas, tio José.- Juan Carlos lo conocía de sobra. Incluso había montado en su burro en varias ocasiones- vamos un rato por ahí...-le contestó sin querer entrar en detalles. Pensaba en robar las ciruelas y no se lo iba a confesar a alguien que, probablemente, se dedicaba a ese oficio..
-Pos no son horas de andar porai sueltos...sus vais a coger una buena cagalera...-apostilló el gitano, adivinando sus intenciones. Él, perro viejo, ya había disfrutado de ellas. Tenía cuidado con las apariencias, pero robar, robaba. Le venía de casta.
Pasaron delante de él, callados. Un sol cegador se hacía presente en las aristas de las casas. Junto con la flama que subía del empedrado, avanzaban por el centro de la calle. Tio José los siguió de reojo hasta que desaparecieron de su ángulo de visión. Después se arrellanó todo lo que pudo en la silla, se colocó el sombrero en la cara y volvió a compartir sus sueños con el bochorno de aquella tarde de junio.
El calor era insoportable.Todo estaba aletargado. Solo algunas chicharras sonaban intermitentes. Algún que otro pájaro cruzaba de rama en rama.
-Yo me quiero volver, que abuela me va a reñir...-le confesó arrepentida. Contra el bochorno de las siestas no había coraza posible, solo el fresco de las casas. Lo añoró de repente.
-Que ya queda poco, ya verás que ricas van a estar.-le animó su primo. También iba sudando a goterones. La miró y le envió una sonrisa. Una mujer, vestida de negro, se cruzo con ellos, con un paraguas del mismo color. Aunque lo hacía para defenderse de los rayos, no sabía que estos caían, si cabe, aún con más saña sobre ella.
-¿Cómo s´os ocurre salir con la que está cayendo...-después la miró- a tu abuela Fidela se lo voy a decir. Pero qué atrevíos...-volvió a repetir. En esos momentos, nadie mejor que ella lo sabía.
Juan carlos siguió andando sin hacerle caso. Ella se quedó un momento parada antes de darse la vuelta. Ya la había reconocido. Era una de las vecinas de su abuela. Vivía en una casita que coincidía con uno de los laterales curvados de la gran casa. Ya la había atisbado en varias ocasiones, a través de una ventanuca del cuarto de la jofaina. En más de una ocasión se había ofrecido para hacer los recaos a su abuela. Se presentaba sin avisar, por la puerta del portalón, asustando a las gallinas. También a su abuela. Fidela, después de excusarse y de despedirla, solía musitar "estas no vienen más que al guisopeo..." Luego, ya ausente, con la aguja entre las manos remataba con "entran como perico por su casa..." Lo decía bajando tanto el tono que, al final, se perdía entre las flores que bordaba.
Juan Carlos, percatándose de sus intenciones, la agarró de la mano. No pudo sustraerse a su apretón caliente y resudado.Y a la corriente que le transmitía. Junto a él no sentía miedo. Podría ir con él adónde quisiera llevarla. Era una sensación tan auténtica que le entraron ganas de llorar.
-Mira es allí...-Juan Carlos le solto la mano y le señaló una huerta que se encontraba del otro lado de la carretera.
La atravesaron enseguida, con el sol como techo ardiente. Un hombre se acercaba por el camino de tierra.Llevaba un sombrero de paja y, debajo, un pañuelo blanco con las puntas anudadas. Al llegar a un recodo, se toparon con él. Los miró. Arrastraba en el gesto la parsimonia de su vida. Con ella siguió por el camino. Y con la chambra arropando su mundo.
Por fin, llegaron.
-Vamos...-le inquirió Juan Carlos, al mismo tiempo que saltaba el muro de piedra.
-Es que está muy alto...y además nos pueden coger...
-Vamos no seas tonta, que aquí no hay nadie ahora...¡Venga¡ -Le replicó con fuerza.
Parada ante el muro, no se decidía a saltar. Nunca había pasado las líneas establecidas. Sentía una desazón extraña al intentarlo, así que no se movió.
Yo te espero aquí.-le insinuó a su primo. No le valió de nada la excusa, porque Juan carlos, saltando de nuevo el muro, se puso a su lado, decidido a ayudarla.
-Es que...-llevaba una falda corta y le daba verguenza enseñar las piernas.
-No seas pazguata, que tú puedes...-Juan Carlos se aproximó y le agarró por la cintura- no ves, si no pasa nada. De inmediato constató su caricia y sus ánimos. Y , junto con ellos, remontó el muro de piedra. Al caer del otro lado, experimentó una sensación nueva de libertad, como si la hubieran liberado de repente de un duro fardo. Tanto que el sudor que sentía le pareció un bálsamo refrescante. Miró hacia atrás y vio a su primo caer de nuevo en el suelo del huerto. Juntos se aproximaron a una pila de piedra, en el centro de la huerta, al lado del ciruelo. Algunas avispas rondaban alrededor del agua. Juan carlos, de improviso, le mojó la cara. Eran salpicaduras de bienestar que deseó retener para siempre. Así que cerró los ojos para pedir ese deseo. Cuando los abrió se encontró con las mirada de su primo. Entonces estuvo segura de sus sentimientos. No solo tenía un primo. Además, un amigo de verdad. El único.
Anduvieron un rato por el huerto y después cogieron del árbol ciruelas calientes. Dieron buena cuenta de ellas bajo la sombra de un emparrado, ajenos. Más tarde, apremiados por el tiempo, regresaron a casa con una carga extra de emociones. Se despidieron y, una vez dentro de la frescura de la casa, ella cayó rendida por el sueño, encima de una manta vieja.
No sabían ellos que esa corriente tan especial y auténtica se rompería pronto. El indomable Juan Carlos, el que retaba al frío y al calor con una sonrisa, el que tendía una mano limpia a las indecisiones de los demás, el que llegaba con facilidad hasta el alma, cayó fulminado por una cáncer maldito, cuendo apenas había descubierto el sabor de la vida.
Siempre que como ciruelas lo recuerdo. Su pulpa azucarada me devuelve a esa tarde radiante y clara de junio, cuando aún no existían simas por las que caer, abrumada por las ausencias"
"Retales de memoria" Capítulo VI.
Va por tí primo, donde quiera que estés.
Por fin, una relato más. Qué bonito puri. Me encanta. Menudo homenaje a tu primo. Besos.
ResponderEliminarMuchas gracias.
EliminarEs precioso lo que cuentas. Felicidades.
ResponderEliminarGracias por tus apreciaciones.
ResponderEliminarAhora voy a comentar en nombre de otros que no han podido. Dos de mis alumnos me han explicado que no han podido entrar en el blog para hacer un comentario. Me han dicho que lo quede reflejado, Que les ha parecido precioso, así que yo lo hago con mil amores. Gracias Alex y Alicia. Besos.
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